Maritxu Aranberri, la novia de Eibar
Aunque tenía prácticamente 34 años más que yo, Maritxu era prima carnal mía. Nuestro abuelo común, el armero Domingo Aranberri "Bitor Txiki" (Elgoibar, 1843 - Eibar, 1931), tuvo en sucesivos matrimonios 18 hijos. El padre de Maritxu, mi padrino Gregorio, fue de los primeros hijos de Domingo, mientras que mi padre Luis fue precisamente el último de ellos, el más joven, el decimoctavo. Ello explica en parte la diferencia de edad entre Maritxu y yo, que, a pesar de pertenecer ambos a una misma generación familiar, nos toco vivir épocas y circunstancias históricas muy distintas.
Maritxu Aranberri contrajo matrimonio en 1934, en el santuario de Arrate, con el también eibarrés Luis Ormaetxea, quien en la guerra de 1936 llegó a ser comandante de gudaris. Dado que el resultado del conflicto fue adverso tanto a los intereses del Gobierno Vasco como a los del gobierno de la República, su marido se vio obligado a emigrar a Argentina en 1939 y Maritxu se reunió con él en 1940. Para entonces habían nacido en Eibar sus dos primeras hijas, Nere (1935) y Maite (1937), y, más tarde, nacieron en Buenos Aires Gaizka (1942) y Begoña (1947). Nere falleció en 1991 en la capital argentina, donde siguen residiendo los otros tres hermanos. La familia la completan un total de 13 nietos y 9 biznietos.
Creo recordar que tuve ocasión de conocer por primera vez a los cuatro hijos de Maritxu a principios de la década de los 60. Aunque yo era aún muy joven para entrar a valorar percepciones ajenas, tuve la impresión de que el Eibar industrial, desarrollista y consumista que encontraron les supuso alguna decepción respecto a la imagen de un Eibar lírico y nostálgico que sus padres había tratado de trasladarles con la mejor de las intenciones. Para Maritxu Eibar representó siempre el mejor de los mundos posibles y, muy probablemente, la versión que desde la distancia ofreció a sus hijos fue más que generosa.
Por afinidad de edad tuve mayor trato con Gaizka y Begoña, y me sorprendieron gratamente con un conocimiento básico del euskera que, paradójicamente, carecían muchos de sus familiares nacidos y crecidos en el mismo Eibar. De hecho, como me contó el propio Gaizka en su última visita a Euskadi, hace unas semanas, su hermana Begoña apenas sabía español cuando con cinco años fue por primera vez a la escuela en Buenos Aires, a finales de los años cuarenta.
Era evidente que, frente al abandono del euskera por parte de la generación de la posguerra, la familia Ormaetxea-Aranberri había tratado de mantener la lengua de sus mayores como un importante elemento de identidad a conservar. Nunca olvidaré que mientras que los eibarreses se excusaban con argumentos como: “Es que… ya sabéis… con Franco…”, los argentinos aducían sorprendidos: “¿Cómo que con Franco? Pero si nosotros hemos tenido que aprender con Perón!”.
Recuerdo también que si bien Maritxu vino a Eibar con sus cuatro hijos, por aquellas fechas se le prohibía la entrada al marido y padre, Koldo Ormaetxea, en razón a su conocida implicación en las filas del ejército vasco-republicano. Luis Ormaetxea tuvo que quedarse en Iparralde, al otro lado de la frontera franco-española, y recuerdo que mi padre me llevó a visitarle a Hendaya, donde tuve ocasión de conocerle tanto a él como --por coincidencias que desconozco--, a otro eibarrés insigne como Toribio Echevarria. La oportunidad de conocer a aquellos dos prohombres fue para mí un revulsivo más vital e histórico que propiamente político.
La última vez que Maritxu estuvo en Eibar fue en 1992. No fue sin embargo la última vez que coincidimos. En 2003 tuve que ir a Sao Paulo (Brasil) para razones de trabajo y quise aprovechar aquella ocasión para trasladarme por mi cuenta a Buenos Aires, visitar a Maritxu y conocer de paso al resto de la familia. Pensé que era una oportunidad que difícilmente volvería a presentarse de nuevo y, desgraciadamente, así ha sido.
Maritxu tenía entonces 92 años y seguía siendo muy joven, muy suya y muy eibarresa. Se sabía los últimos acontecimientos de Eibar como si la víspera hubiera estado paseando por la misma la plaza de Untzaga. Estaba mucho más al corriente de todo que yo, hasta el punto que, en un momento, con cara de pícara me dijo: “Baiña, seguru zu Eibarren bizi zarana?”
Maritxu era una mujer feliz, convencida de que, con sus más y sus menos, había tratado en todo momento de ser coherente con sus ideas, respetuosa con la ajenas y siempre honesta a carta cabal. Satisfecha porque, contra viento y marea, había ayudado a levantar en Buenos Aires una gran familia vasco-argentina que la adoraba. Maritxu era la amandria euskaldun de todo ellos, la raíz de una historia que inesperadamente empezó hace 70 años y que explica la presencia de todos ellos en Argentina. La referencia común de unos orígenes y el eslabón que les da un mayor sentido.
Como no podía ser de otra forma, tras casi 99 años de existencia, Maritxu decidió dejarnos precisamente el día de Arrate. Algún contacto debía tener en el cielo. Motivos no le faltaban. Según me contó su hija Begoña, apenas perdió el conocimiento hasta las últimas horas. Murió en paz, rodeada de los suyos, con la paradoja de que mientras el duelo estaba en Buenos Aires ella seguía en Eibar. Nunca se fue.
EIBAR. Herriaren arima. Revista popular. 2010eko Gaztañerre. Núm 98
Maritxu Aranberri, con doce de sus trece nietos. Todos ellos argentinos
Cuentan que, unos meses antes de morir, las hijas de Maritxu la llevaron a un centro hospitalario para realizar alguna revisión médica.
Tanto pronto como Maritxu dijo dos o tres palabras la enfermera se percató de qué no tenía acento argentino. Y preguntó:
-- Ah, vos sos española?
A lo que Maritxu respondió:
-- No, yo soy vasca, españoles son mis vecinos.
Genio y figura, hasta la sepultura.