Garai beltzak
ÁNGEL RUIZ DE AZUA. FOTÓGRAFO SI, PERO PERIODISTA Y GRANDE
La exposición «XX años de fotografías en DEIA» recoge estos días, en el Aula de la BBK de Bilbao, una selección de fotografías de Ángel Ruiz de Azua, redactor jefe gráfico de este periódico. Ángel Ruiz de Azua es sin duda un buen fotógrafo de prensa, probablemente uno de los mejores. Pero Ángel, además de buen fotógrafo, es un gran periodista, con un olfato y saber hacer que para sí quisieran, quisiéramos, muchos.
Coincidí laboralmente con Ángel Ruiz de Azua en el proyecto inicial de DEiA y no se me olvidará nunca la primera vez que me tocó salir a la calle para cubrir una información codo a codo con él. Era sábado, hacia las dos y media del mediodía. Estábamos tan sólo tres en la redacción. El redactor jefe organizaba el trabajo de la tarde, Ángel estaba archivando sus negativos y yo trataba de adelantar los temas de euskera y cultura. Sonó el teléfono del redactor jefe: ¿Cómo? ¿Atentado? ¿Cuándo? ¿Dónde ha sido? Colgó el teléfono, recorrió con su cabeza la desierta redacción, recaló la mirada en mí y como si pensara para sus adentros que no era yo el más apropiado para aquella tarea me dijo: «Amatiño, un muerto y un herido, te ha tocado».
Ángel cargó con su material y salimos disparados. Según bajábamos las escaleras pregunté si íbamos en mi coche o en el suyo. «En mi moto», fue su respuesta. Me llevó volando por sitios, calles y atajos por los que yo nunca antes había pasado y tampoco he vuelto posteriormente a pasar. Las víctimas habían sido rápidamente hospitalizadas y cuando llegamos al lugar del atentado la policía no estaba por la labor de colaborar. Eran tiempos tensos.
Yo no sabía ni por dónde empezar pero Ángel decidió ir a Cruces. Un muerto y un herido en algún sitio tenían que estar. En Urgencias se mostraron reacios a informar sobre ingresos por atentado, mientras que en la sección de fallecidos todo fue amabilidad y ganas de colaborar. Parecían contentos porque, por una vez, alguien se mostraba interesado en su trabajo. Los cuerpos los tenían en cámaras frigoríficas, y los más recientes nos los fueron enseñando uno a uno, tirando de un monumental armario unos nichos que corrían como si fueran grandes archivadores. Salían con los pies por delante y había que sacarlos por entero para verles la cabeza. Yo me sentí incapaz de realizar ningún reconocimiento visual pero Ángel los examinó uno a uno como si se trataran de los negativos que había dejado sin ordenar sobre la mesa de redacción.
De allí fuimos a Basurto. Ángel contactó con quien le confirmó que el cadáver estaba ya en el depósito y prometió informarnos sobre el paradero del herido. La policía nos exigió permiso expreso de la dirección para pasar al depósito de cadáveres. Yo sugerí la conveniencia de solicitarlo pero Ángel me miró como recordándome que el periódico había que hacerlo aquella misma tarde. «Tú sígueme» me dijo, y le seguí. Corrimos agachados por detrás de unos setos y bajamos a un viejo edificio, de aspecto lúgubre y sabor inglés. Estaba cerrado y tuvimos que encaramarnos por una ventana trasera. Yo cada vez me sentía más asustado y delincuente, pero Ángel decía: «Tiene que estar aquí».
Llegamos en penumbra a una lonja con un extraño olor y por poco me dio un patatús cuando Ángel abrió una gran contraventana y un haz de luz iluminó el local. Allí sobre mesas individualizadas, yacían unos veinte cadáveres medio momificados vestidos de carmelitas y brazos cruzados sobre el pecho. Cuerpos de muertos no reclamados por sus familiares esperando a que alguien respondiera de ellos. Me pudo el miedo y quise escapar, pero Ángel me dijo con toda normalidad: «Mira a ver si encuentras el interruptor de la luz, que, por mucho que abro, el diafragma no me da suficiente».
Tras encender la luz, Ángel se decidió por fotografiar al muerto aparentemente más fresco y, cuando ya nos disponíamos a marchar, se abrió la puerta, entraron un cura y una familia al completo, rezaron un padrenuestro mientras nosotros nos escondíamos entre los cadáveres y se llevaron al suyo. Ángel no se desanimó. Siguió buscando entre las momias y dio con quien tenía cartera, DNI y otras pertenencias entre las rodillas. Disparó la Nikon y salimos pitando.
El contacto de Basurto nos informó que el herido estaba en Cruces y que encontraríamos una pareja de guardias civiles en la puerta de la habitación. Ángel planificó de antemano la táctica a seguir: «El redactor eres tú, no les digamos que somos de DEIA porque no nos dejarán entrar. Le das el nombre de cualquier agencia de Madrid. Es probable que no nos dejen sacar fotos, pero no te pre¬ocupes. Tú enróllate con el herido hasta que yo te diga que es tarde». Dicho y hecho, todo ocurrió como lo había previsto, mientras yo entrevistaba al herido, Ángel le sacó varias fotos con una pequeña máquina automática que le colgaba del cuello a la altura del estómago y a mí se me saltaba el corazón cada vez que oía un «clic» y temía que herido y guardia civil se percataran de ello.
Al día siguiente DEIA fue el único periódico que ofreció foto y entrevista con el herido y fotografía del difunto. Y fue también ese día la primera y única vez que una información mía se publicaba en primera y a toda página, con foto de portada incluida. Para mí fue un día especial en casi 35 años de periodismo. Para Ángel Ruiz de Azua tan sólo uno de tantos. Es la gran diferencia.