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Juan Bonilla: elkarrizketa bat

Volgako Batelariak 2006/02/09 13:30

1960ko hamarkadan jaio eta 1990ekoan plazaratu ziren idazle espainiarren artean, Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) dugu, ziurrenik, nabarmenetako bat. 1993an argitaratu zituen bere aurreneko lanak, Veinticinco años de éxitos miszelanea (La Carbonería; gero 1996ko El arte del yo-yon moldatua) eta Minifundios ipuin-liburua (Qüásyeditorial), baina hurrengo urtetik aurrera hasi zen ezagun egiten, El que apaga la luz narrazioen bildumari eta Partes de guerra poema-liburuari esker, biak Valentziako Pre-Textos etxeak kaleratutakoak. Orduz geroztik bere presentzia areagotu egin da gaztelaniazko letren panoraman, liburu-segida honen bitartez: Yo soy, yo eres, yo es (nouvellea, Ediciones Imperdonables, 1995; Planetak berrargitaratu zuen gero), Nadie conoce a nadie (eleberria, Ediciones B, 1996), El arte del yo-yo (artikuluak eta ipuinak, Pre-Textos 1996), Multiplícate por cero (haurrentzako poesia, Hiperión, 1996), Cansados de estar muertos (eleberria, Espasa, 1998), La holandesa errante (artikuluak, Nobel, 1998), La compañía de los solitarios (ipuinak, Pre-Textos 1999), Academia Zaratustra (gazte literatura, Plaza & Janés, 1999), La noche del Skylab (ipuinak, Espasa, 2000), Teatro de variedades (artikuluak, Renacimiento, 2002), El Belvedere (poesia, Pre-Textos, 2002), Los príncipes nubios (eleberria, Seix-Barral, 2003) eta El estadio de mármol (ipuinak, Seix-Barral, 2005). Horretaz gain, hainbat iritzi-artikulu eta saiakera labur argitaratu ditu han-hemenka, El Mundo egunkariko ohiko kolaboratzailea da eta bere nobeletako bat pelikula bihurtu dute (Nadie conoce a nadie, Mateo Gil zuzendari, 1999). Itzulpengintzan aritua da, halaber: besteak beste, J. M. Coetzee (Infancia, Mondadori 2001), Alfred Edward Housman (A un joven atleta muerto, Pre-Textos 1995) eta Joseph Conrad (Tifón, Mondadori 2000) gaztelaniatu ditu.

Elkarrizketa, jakina, eta gure etxean idazle espainiarrekin ohitura den bezala, gaztelaniaz egin eta eskainiko dugu, baina hona hemen entresaka txiki bat, sarrera moduan:

-[Poesiaren eta ipuinaren arteko desberdintasunez] "begien bistako honelako zerbait esan nezakeen: ipuinak kontatzen du, eta poemak kantatu, baina zer egingo nuke orduan kontatzen duten poema guztiekin, kantatzen duten ipuin guztiekin?";
-"Jarraitzen al du izaten (eleberriak) garai bakoitzari aurre egiteko indar berezi eta harrigarri batez hornitutako generoa? Nik uste dut baietz: milaka eleberri hutsal idazten eta argitaratzen jarraitzeak ez du esan nahi nobela ez denik gure denbora esateko genero egokia";
-"Nire belaunaldiko idazleei egin zaizkien kritika gogorrenetako batzuk jasotzeko zori ona izan dut, eta egurra izugarri atsegin dut, benetan, gupidagabeko kritikari gisa mozorrotuz hasi nintzelako negozio honetan, Celaren aurka oldartzen zena, bere liburuaren aleak ordaindutako probintzietako idazlearen aurka bezainbeste. Beraz, ez diot beldurrik zorroztasunari, gezurretan oinarritua edo iritzi pertsonal soilak eragindakoa ez den bitartean";
-"Poetak estuak izan gabe atsegingarri suertatzeko ahaleginik egin ote dugun horri buruz, uste dut belaunaldi oso baten leloa dela Gabriel Ferraterren esaldi hura, zeinaren arabera ororen gainetik zentzuzkoa eta dibertigarria izan behar bailuke poema batek. Horrenbeste, beldur naiz, ezen gure artean argitaratu den txarrena atsegingarritasunaren maniari egotzi ahal baitzaio hain zuzen ere, laurogeiko eta laurogeita hamarreko hamarkadetan modan jarri den atsegingarritasunaren betebeharrari".

Elkarrizketa honekin amaitzeko, bestalde, Bonillaren beraren poema baten euskarazko bertsioa: "Sormarka: atzerritarra".

Volgako Batelariak.- Dicen que el cuento es el género que más se acerca a la poesía, y viceversa. Pero, yendo más allá del tópico: ¿qué es lo que diferencia un poema de un cuento (o viceversa)?

Juan Bonilla.- Empezamos mal. Me temo que no estoy especialmente dotado para las definiciones estrictas de géneros y prefiero siempre las preguntas concretas a las que me obliguen a hacer definiciones. Para cada definición encuentro siempre los suficientes ejemplos que la echen abajo: en literatura no hay teoremas, no hay leyes estrictas que no puedan ser vulneradas con toda facilidad: de hecho, los géneros literarios van ampliando sus campos de acción gracias a todas esas vulneraciones. Podría decir algo obvio del tipo: el cuento cuenta, y el poema canta, pero ¿qué hago entonces con todos los poemas que también cuentan, con todos los cuentos que cantan? Es evidente que tienen en común una especie de tensión compositiva, una exigencia de economía que bien pudiera acogerse a aquel eslogan de la arquitectura racionalista: Menos es más. No sé. Uno de mis poemas favoritos de Raymond Carver es un cuento auténtico: se titula "El televisor de Jean" y no sé por qué razón con esa historia Carver decidió hacer un poema y no un cuento. Muchos de los textos narrativos breves de Borges son poemas evidentes. Y así podría seguir dando nombres sin llegar a aclarar nada, porque entre otras cosas no veo yo que haya necesidad de aclarar qué diferencia un cuento de un poema (o viceversa). [oharra: hemen, 47. orrialdean, Carverren "Jean’s TV" poemaren euskarazko bertsioa)]

VB.- Según escribías en el prólogo de El arte del yo-yo (1996), Augusto Monterroso te habría enviado una nota en la que señalaba, comparando los libros de relatos y las novelas, que "Un libro es una conversación. La conversación es un arte educado, y las conversaciones bien educadas evitan los monólogos muy largos, y por eso las novelas vienen a ser abusos del trato con los demás". Desde entonces has publicado tres novelas (y una nouvelle). ¿Sigues estando de acuerdo con Monterroso, si es que lo estuviste en alguna ocasión?

JB.- Nunca lo estuve desde luego. Hablo poco, así que me encantan los monólogos de las personas con las que dialogo, sobre todo quienes saben extraer detalles excelentes capaces de decirlo todo acerca de una situación. Y he leído y leo muchas novelas largas: cuando alguna de ellas te engancha te devuelve de alguna manera a esa edad en la que los libros que te ganaban tenían la maravillosa capacidad de obligarte a apartar el sueño de tus ojos para seguir un poco más, un poco más. También una novela propone una conversación con el lector: es un poco ingenuo pretender que porque uno reúne quince cuentos o veinte ensayos da más opciones al lector para que se entable esa conversación a la que se refería Monterroso. La cosa no tiene que ver con géneros. Y me temo que ni siquiera tiene que ver con la calidad de las obras, sino con circunstancias extrañas, poco medibles científicamente, que hacen que uno converse apasionadamente con algunos libros y no pueda entrar a escuchar siquiera lo que se dice en otros (y alguno de estos otros está considerado una obra maestra universal por todo el mundo).

VB.- ¿Es la novela el peaje inevitable a pagar por ascender en la pirámide del sistema literario? ¿Está o no está, definitivamente, en crisis la novela?

JB.- Lleva décadas y décadas siendo el género narrativo por excelencia, o que ha llevado a esta situación en la que si no eres novelista apenas existe, o si lo eres pero eres además otras cosas, se te valora por lo que hagas en la novela y te recuerdan constantemente que hasta que no des el gran golpe en ese género lo demás servirá de poco, todo lo más para colocarte en un lugar marginal. Hay un montón de casos de esto: pienso en el caso de Fernando Quiñones, un excelente cuentista que además escribió una de las mejores novelas históricas que yo -que he leído pocas novelas históricas- haya leído. Es un nombre al margen, apenas se le considera como gran poeta o como gran escritor de relatos, a pesar de que era las dos cosas. Para los poetas era un narrador, para los narradores un poeta (naturalmente generalizo y quizá exagero). En cuanto a la crisis de la novela de la que llevo oyendo hablar desde que era adolescente, algo debe de haber, pero se ve que es un proceso largo, un crepúsculo lento. La superproduccion puede ser un síntoma: igual que el Imperio Romano cae de éxito y de relajación, puede que la novela esté muriéndose de lo mismo: de la necesidad de producir cada mes cientos de títulos, que genera un ancho cansancio. Ahora bien: ¿sigue siendo un género dotado de una fuerza especial y portentosa para arrostrar cada época? Yo creo que sí: que se escriban y publiquen miles de novelas insignificantes no significa que la novela no pueda ser el género adecuado para decir nuestro tiempo. El tema de la novela, decía Ortega, es la actualidad: y yo estoy de acuerdo, a pesar de que la mayoría de los novelistas con los que he discutido esa frase la rechazan de plano. Y lo que Ortega quería decir es que la novela trata siempre del presente, del ahora, intentando inyectarle una dosis de conservante que permita que ese ahora dure. De ahí que sea legible y emocionante hoy una novela tan actual en su tiempo como La Regenta, de ahí que podamos ser absorbidos por novelas que consiguen hacer ese prodigio de convertir lo actual del pasado en actualidad nuestra.

VB.- En un artículo de barcelonareview.com arremetiste con dureza contra un crítico de La Vanguardia que dejó bastante mal parada tu novela Los príncipes nubios. Nuestra "revista", entre otras cosas, se dedica a publicar críticas. ¿Qué piensas, en general, de la crítica? ¿Y en particular?

JB.- No estoy de acuerdo en lo de que arremetí con dureza: ese crítico dijo que mi novela era una aberración, y estaba en su derecho, naturalmente, pero no tenía ningún derecho a mentir. Y mintió. Decía que mi novela trataba a los inmigrantes del mismo modo que se trataría con burla y escarnio a los refugiados de campos de concentración en una novela en la qu e los que salieran bien librados fueran los nazis: o no leyó la novela, o sus capacidades de lector no le daban para darse cuenta de que la comparación era peor que injusta, falaz y mentirosa. Y eso es lo que no debe ser una crítica literaria: falaz y mentirosa. En cuanto a la crítica literaria es uno de mis géneros predilectos: aprendo mucho, en serio, de quienes saben contagiar una pasión o revelar sendas de una lectura que te habían pasado desapercibida. Claro que quienes eso consiguen suelen ser grandes escritores. Y en España la gran crítica literaria la han hecho siempre grandes escritores. No tenemos, a qué engañarse, un Cyril Connolly, un Elmund Wilson. Alguien a quien dé gusto leer (que es yo creo lo primordial: de otra manera la crítica literaria se convierte en mera información periodística, poca cosa) Si por crítica literaria entendemos sólo las reseñas de los periódicos y las revistas, entonces el panorama es para echarse a temblar. Yo creo que hay muy poca honestidad . O sea, agradecería, como lector, que se me contara todo: si, por poner un ejemplo, Masoliver Ródenas habla muy bien de un libro de Sánchez Robayna, agradecería que en nota a pie de página se me dijese que Sánchez Robayna ha sido editor de un libro de Masoliver Ródenas y que escribió el prólogo de las Poesías Completas de Masoliver Ródenas: así entendería mejor el artículo de Masoliver Ródenas sobre Sánchez Robayna. Podría poner dos millones de ejemplos más, pero se me ocurre éste. Yo tengo la suerte de haber cosechado algunas de las críticas más duras que se le han hecho a los escritores de mi generación, y me encantan los palos, de veras, porque me estrené en este negocio disfrazándome de crítico sin piedad que lo mismo arremetía contra Cela que contra un escritor de provincias que se había pagado los ejemplares de su libro. Así que no le temo para nada a la mano dura, siempre que no se mienta descaradamente o se deje llevar uno por la mera opinión personal -no se sabe sustentada en qué autoridad, por mucho que se diga que la autoridad del crítico la impone él mismo: no es verdad, la autoridad del crítico la impone el medio en el que escriba y la cantidad de espacio que se le conceda y la página en la que aparezca su artículo-: es más, creo que hay demasiado bombo y platillo, demasiado entusiasmo injustificado. Juan Ramón Jiménez decía que había que alentar a los jóvenes, ser severo con los maduros y consentir a los viejos (porque ya no hay arreglo, supongo). Y se ve que eso no convence a la mayoría de nuestros críticos: a los maduros se les acaricia el lomo con una facilidad que espanta. De ahí que las últimas-y bastante pésimas, a mi ver- novelas de Álvaro Pombo -un narrador excepcional en sus mejores obras- hayan sido saludadas todas como excepcionales. Se me ocurren otros ejemplos, pero dejémoslo aquí.

VB.- ¿Cómo ves el panorama literario español? ¿Qué diagnóstico? Desde la distancia, desde Londres.

JB.- Es tan ancho, está tan poblado, hay tantos nombres, que resulta descabellado hacer un resumen mínimamente justo. Entre otras cosas porque en nuestros tiempos estos panoramas han dejado de tener entidad nacional, a pesar de que se sigan haciendo: las relaciones, los diálogos entre escritores se dan con facilidad entre autores de distintos panoramas, y cualquier escritor puede tener mucho más que ver -o por lo menos confesar más simpatías y amistades- con autores de otros panoramas que con los del suyo. Detesto ese tipo de salvajadas según las cuales el 99 por ciento de lo que se publica es una mierda (y siendo tanta la basura es curioso como quienes eso dicen, Goytisolo y demás nunca dan nombres). En fin, hay unos cuantos autores a los que sigo desde hace tiempo, quiero decir: corro a las librerías a conseguir sus nuevos libros cuando me entero de que los publican. Alvaro Pombo, he de decirlo, es uno de ellos, aunque me haya decepcionado últimamente. Me gustaron tanto El héroe de las mansardas de Mansard, El hijo adoptivo y Los delitos insignificantes que no he perdido la paciencia aún con él. De lo que leí el año pasado de autores en español me entusiasmaron dos novelas: Los amores confiados de Luisgé Martín y El pasado de Alan Pauls.

VB.- ¿Por qué Londres? ¿Es una especie de exilio?

JB.- Exilio es una palabra exagerada. Me gusta ser -y sentirme- extranjero. Eso es todo.

VB.- Por cierto y ya que estamos. ¿Qué opinión te merece la narrativa británica de estos momentos?

JB.- Me veo obligado a volver a lo que decía antes: es muy difícil hacer valoraciones generales. Creo que el peso de los grandes es inmenso aquí para los autores autóctonos -Amis, Barnes, McEwan- pero ha salido alguna firma notable como Zadie Smith. La riqueza del panorama británico radica, todo el mundo lo sabe, en su diversidad de orígenes. Autores de origen indio, de origen caribeño o de origen asiático que se han colocado en la primera línea de la literatura inglesa, enriqueciéndola. No sé cuánto tardará eso en suceder en España, pero irremediablemente sucederá, y cuando nuestra literatura se ensanche con apellidos árabes o africanos, se enriquecerá.

VB.- En algunos de tus cuentos (nos acordamos del primero de El que apaga la luz, y también del último) y de tus novelas (Nadie conoce a nadie, Los príncipes nubios) se nota que te interesan las conspiraciones; puede que incluso seas partidario de la teoría de la conspiración. ¿A qué se debe dicho interés?

JB.- Hay un asunto que se repite, en efecto, en mis relatos y novelas: no sé si es el de la conspiración, yo más bien lo llamaría el de la sociedad secreta. No tiene por qué ser una conspiración en toda regla. Pero, como ya dice el título de un libro mío, me interesa La compañía de los solitarios, grupos formados por personas que no tienen que ver las unas con las otras más que el hecho de formar parte de ese grupo. A veces el grupo se forma por la fantasía de un personaje vacío y aburrido -Nadie conoce a nadie- o por necesidades mercantiles -Los príncipes nubios-: a veces para defenderse de una agresión que procede de la condición de enfermos -el relato "Vitíligo"- o por una ocurrencia que pone en marcha la acción del relato -el relato "El proyecto Maldoror". ¿A qué se debe ese interés? No lo sé. Supongo que tendría que recurrir al psicoanálisis para hallar la respuesta. Pero es verdad que es un tema que me entusiasma y que está en muchos textos míos -el reportaje de fcción Academia Zaratustra, que escribí a finales de los noventa, la novela que estoy escribiendo ahora mismo. Es un asunto -vuelvo a la frase de Ortega- de evidente actualidad: grupos de personas que se aferran a un recinto murado para defenderse de las agresiones de una realidad en la que no se sienten a gusto, en pos no sé si de una vida mejor o de algo que merezca de veras el nombre de vida. Seguiremos investigando.

VB.- Eres un viajero impenitente. ¿Viajar es una asignatura obligatoria para un escritor? ¿Contarlo también? ¿Se puede "viajar literariamente" en estos tiempos de turismo masivo?

JB.- Yo no hago otra cosa. Claro que tengo la suerte de que me interesan cosas que al parecer no interesan a mucha más gente, lo que me permite no haber experimentado las dolencias a la que supongo os referís con "turismo masivo", que por otra parte es muy literario si no consideras que viajar literariamente es visitar las casas donde vivieron los escritores. No sé si viajar es una asignatura obligatoria para un escritor, de verdad, no sé si los escritores tenemos asignaturas obligatorias que puedan formular una especie de programa. En realidad a mí tampoco es que me guste viajar: me gusta vivir en sitios distintos, instalarme en una ciudad, quedarme en ella unos meses, marcharme a otra, ir tirando así. Y soy casi incapaz de terminar un libro de viajes, por bien escrito que esté: no sé, me molesta esa mirada del extranjero que va a asombrarse a los sitios y que cuenta las cotidianidades de allí poniéndoles un halo de excelencia o misterio. Si voy a Corea, no se me ocurrirá hacerme con libros de viajeros norteamericanos por Corea, sino con libros de coreanos: la gente de un sitio, que casi nunca escribe de un sitio, es la que puede contar mejores cosas de ese sitio. Si pasas una semana en una ciudad puedes escribir un reportaje. Si pasas un mes, ya puedes escribir un libro. Si pasas más de dos años, sólo serás capaz de escribir un poema sobre ese sitio, o un conjunto de poemas, como el Ventanas de Manhattan de Muñoz Molina.

VB.- En el artículo "Bases del Premio Mastodonte de novela" incluido en El arte del yo-yo atacabas de manera muy divertida cierto tipo de premios literarios. Desde entonces has ganado alguno que otro, como el Biblioteca Breve (con Los príncipes nubios, 2003). ¿Qué piensas ahora de los premios literarios?

JB.- Más o menos lo mismo que en 1996. Se me ocurre otra conspiración: un grupo de moldavos que, mediante extorsiones a los jurados de los premios, consigue que le den a un escritor fantasma todos aquellos premios que no prevén publicación de la obra -y que por lo tanto pueden ganar textos que no existan-. Ganarían muchísimo más dinero que asaltando chalets. No hay pueblo en España que no se digne a convocar sus premios de narrativa y poesía. El monto total para esa banda de extorsionadores sería astronómico. Es verdad que he ganado algunos premios desde entonces -dos, para ser exactos: el NH de relatos y el Biblioteca Breve- pero también lo es que he perdido en otros muchos a los que me presenté con relatos que no tuvieron mucha suerte o libros de poemas que eran fácilmente vencidos por tristes alfabetos surrealistas a los que jurados de postín les daban los dos millones que yo iba buscando. Las Bases de mi Premio Mastodonte hablaban de los premios más conocidos y por supuesto los mejor dotados: son ganas de engañarse el pensar que hay una posibilidad ahí de ganarlos, cuando en las bases de los propios premios están escritos con tinta invisible los nombres de los ganadores. No parece que las cosas hayan cambiado. De todas maneras yo me seguiré presentando de vez en cuando a alguno cuando me haga falta dinero y no sea capaz de reunir a una banda de extorsionadores moldavos que me facilite las cosas.

VB-. Eres un lector voraz y, da la impresión, bastante omnívoro. ¿Cuáles son los autores y/o las obras literarias que más te han marcado, y por qué? Y ¿qué has leído últimamente que te haya impresionado?

JB.- Estoy convencido de que los autores que más nos marcan no son aquellos que leemos y releemos una y otra vez a lo largo de nuestra vida y que nos acompañan en diversas etapas de nuestro camino, sino más bien aquellos que no nos atrevemos a releer porque sabemos que si lo hacemos se nos caerá encima un inmenso castillo de arena y corregiremos la valoración y el cariño que le guardábamos. Por eso soy incapaz de releer a Herman Hesse o a Henry Millar, que fueron para mi dos autores a los que leí con hambre: tengo la impresión de que el uno me parecería un cursi ahora y el otro un insoportable narcisista, así que prefiero quedarme con la impresión del lector adolescente que devoraba sus libros buscando cursilerías en el uno y narcisismo furibundo en el otro, sin saber que eran cursilería y narcisismo sino auténtica poesía. Dejadme hacer un poco de memoria y recordar el día que me entregaron, por una redacción escrita en el colegio, un premio de consolación que consistía en un lote de libros publicados por la Caja de Ahorros. Recopilaban los cuentos ganadores de los premios Hucha de oro. Allí encontré un relato titulado "El día en que subió y subió la marea" que me sobrecogió. Mucho más tarde leí esa frase de Borges pidiendo para la poesía la capacidad de tocarnos físicamente como la cercanía del mar. Ese cuento que digo, de un tal Daniel Sueiro, me tocó físicamente, en efecto, como la cercanía del mar. Y me he dado cuenta de que los cuentos que más me gustan son los que consiguen que se repita en mi interior aquella sensación. Sí, admiro la inteligencia de unos y la economía de otros, pero los que llevo siempre en mi memoria –he escrito un ensayo sobre eso que saldrá en Quimera- son los que consiguen golpearme como aquel cuento de Sueiro. Últimamente he encontrado esa misma sensación en el cuento "Georgica" de A.M. Homes, en algunas de las cartas que Pedro Salinas le manda a Catherine Reading, en las páginas finales de Tan fuerte, tan cerca de Jonathan Safran Foer, en Risa en la Oscuridad de Vladimir Nabokov. Por otra parte no sé si soy un lector voraz o no: adoro los libros, me lo paso bien con ellos, me gustan las librerías, soy capaz de pasarme horas en ellas, llego a una ciudad -Londres, por ejemplo, que es en la que vivo ahora- y me hago una guía de librerías que tengo que visitar, y esa sensación maravillosa de encontrar un ejemplar que no ibas buscando y que parecía esperarte -Nightwood de Djuna Barnes, por ejemplo, Faber, 1936- y que tirará de ti hacia otros lados, otros libros, otros autores...

VB.- Se afirma en muchas ocasiones que el Arte persigue sobre todo (incluso exclusivamente) la Belleza. ¿Qué opinas de dicho tópico? Lo suscribas o no, ¿qué es para ti la belleza? ¿Qué importancia le das en tu obra?

JB.- No tengo más remedio que encogerme de hombros. Es una pregunta excesiva. Un personaje de Los príncipes nubios dice, muy poéticamente, que "belleza es todo aquello que te la pone dura". Supongo que Belleza es una comunión: la coincidencia en un texto de una factura formal excelente con un fondo que copie esa excelencia, pero esto es muy poca cosa, es nada. A veces la belleza exige de lo que se cuenta una gran economía y hasta intrépida vulgaridad -como en el caso del cuento de A. M. Homes que antes citaba- para producir ese efecto de emoción que, como decía Nabokov, se siente en la médula espinal más que en el cerebro o en el corazón. Por otra parte me enferma esa noción de Belleza como excepción: creo que es casi lo contrario, que hay belleza abundante como para no temer por ella. No es que hoy me haya levantado optimista y en paz con el mundo, pero creo que es fácil darse de bruces con la Belleza, la literaria por supuesto -tenemos un largo pasado que nos permite encontrarla cada vez que queramos- y en todos los demás aspectos también.

VB.- ¿Qué relación debe guardar la literatura con la realidad?

JB.- Pertenece a ella, así que es como si me preguntaras qué relación debe guardar tu brazo contigo. Lo utilizas para las cosas que te hacen falta. Una relación natural. Depende también de para qué necesites tú tus brazos: un estibador o un boxeador les exigen más que tú a los tuyos, seguramente. Así que dependerá de qué lugar decides otorgarle a la literatura en tu realidad. Yo hace años que la nombré la capital de la mía, así que guarda toda la relación que puede darse entre la capital de un país y ese país.

VB.- ¿Qué potencial tiene la reescritura del material propio como recurso poético (El Belvedere)?

JB.- En mi caso es una necesidad: una manera de corregir una insatisfacción que viajaba conmigo. Algún día aprenderé a atajar esa insatisfacción (doy posibilidades a los críticos, ya veis, es fácil hacer un chiste con esta declaración, basta con decir: Bonilla tiene muchos motivos para seguir estando insatisfecho) y dejar los textos en paz como productos de un tiempo y un espacio determinados que no pueden viajar conmigo más allá de ese momento y ese lugar en que fuer on escritos. Pero de momento, me rebelo contra eso, y vuelvo a algunos textos porque sencillamente no estoy a gusto con ellos, con su acabado, y trato de mejorarlos.

VB.- En tus poemas hay un tendencia hacia lo epigramático, por el uso del humor, del ingenio y de la metaliteratura, ¿puedes definirnos lo que es epigrama para ti (en cuatro versos)?

JB.- En cuatro versos no. Pero sí en un epigrama que le haga un homenaje a uno de sus mejores cultivadores: El epigrama es un Arte Marcial. O sea, tiene algo de golpe de kung fu, una cosa a la vez violenta y elegante. Mi tendencia a lo epigramático es deuda de algunas lecturas que me dejaron honda huella: la de Calímaco, la de la Antología Palatina, la de Alfred Edward Housman. Y además se aviene bien con esa concepción de la poesía que exige una sola cosa del poema: que sea memorable, es decir, que pueda uno quedarse con él una vez que ha abandonado el libro en el que lo leyó (claro que esto es también muy peligroso porque se nos quedan grabados muchos poemas ridículos precisamente porque lo ridículo tiene una fascinante capacidad para robarnos bytes de la memoria).

VB.- La mayoría de los lectores de poesía aborrecerían de tu planteamiento, en el epílogo a Partes de guerra, del poema como resolución matemática, y no como emanación de un alma sensible; en otro lugar, criticas la expectativa de bonhomía de los escritores por parte de los lectores. ¿A qué crees que se debe esta oleada (si lo es) de buenismo?

JB.- Sin duda a que el escritor se ha convertido en personaje público, y la bondad vende bien (o a lo mejor es que de veras los escritores a los que os referís, que no sé quienes son, son muy buenas personas y ya está). Ya Cervantes se preguntaba por esa necesidad de los lectores de conocer un retrato suyo, y eso no fue ayer. Mucha gente conoce a los escritores no por lo que hayan leído de ellos sino por manifestaciones que han hecho, por reportajes que les han dedicado, porque nos han abierto las puertas de su casa para convertirse en personajes de nuestra cotidianeidad como el presentador del telediario o la chica del tiempo. Si todos los que admiran al admirable Juan José Millás de la radio -que deben ser millones- compraran sus libros, Dan Brown empalidecería de envidia.

VB.- Recientemente ha habido una estúpida polémica sobre el estilo y las mujeres (que, según Umbral, carecen de él), ¿qué opinas tú sobre el estilo (habiendo en cuenta que nosotros sí te consideramos un escritor estiloso)?

JB.- Yo creo que, en el fondo, se escribe como se es. Estilo es aquello que hace que alguien reconozca en una obra un nombre propio, es decir, aquello que identifica a una obra. No tiene por qué significar nada a favor o en contra de un autor. Hay quienes se complacen en hacer de sus más evidentes defectos o sus carencias su propio estilo: no olvidéis que Joan Miró se hizo grande como pintor después de comprobar que no le salían los paisajes realistas que quería pintar. Baroja está lleno de errores, es desaliñado, deambulante: pero no hay modo de no reconocer un texto suyo enseguida. Así que vendría a ser el estilo, idealmente, como la huella digital del autor. Además es un asunto en el que raramente se puede engañar a alguien que esté más o menos alerta y que nota enseguida cuándo hay imposturas. Los escritores con estilo personal queman un bosque. A partir de que ellos han pasado por allí, ya es imposible vlver a transitarlo sin traer a la memoria inmediatamente a esos autores. Por eso es tan lamentable ver prosas escritas con el "estilo" Borges, poemas que calcan el "estilo" Biedma o "Cavafis".

VB.- En El arte del yo-yo, tratabas irónicamente de las dificultades del escritor andaluz, ¿cómo vives hoy día las tensiones (si las hay) centro-periferia?

JB.- No vivo ninguna tensión. Ya digo. Vivo en Londres. Envío mis artículos por e-mail. Me hablo con mi agente por e-mail, por e-mail con mi editora. Mi editor norteamericano y mi traductora al inglés me hablan por e-mail. Mi traductor francés también. Exceptuando a mi agente y a mi editora, que son además amigas, no conozco a nadie personalmente. Creo que tendría muchas dificultades en Andalucía, pero no por lo difícil que sea relacionarse con el resto del mundo, sino por lo difícil que me sería relacionarme con los propios andaluces. Ejerzo de andaluz orgulloso y casi nacionalista lejos de Andalucía, lo que me permite echarla de menos a menudo a sabiendas de que si me instalara allí la echaría de más.

VB.- Hay quien afirma que una novela que puede llevarse fácilmente a las pantallas no suele contener buena literatura. Los vínculos de tu obra con el cine, por otra parte, son bastante estrechos. ¿Cómo ves tú las relaciones entre literatura y cine?

JB.- Lo dije una vez: escribir un guión de cine a partir de una novela es como buscar una calle de París con un plano de Berlín. Pero encuentra uno otra calle que no es la que buscaba y que a lo mejor es mucho mejor que la que buscaba. Pasa a menudo. Con novelas irrespirables como El manantial de Ayn Rand (King Vidor hizo una película extraordinaria). A lo mejor la película El Código Da Vinci es excepcional y mira de dónde ha partido (traté de leer entera la novela de Dan Brown pero me venció y la dejé en la página 248). Igualmente encuentro que en cine perdonamos muchas cosas que serían imperdonables en novela: hay como una mayor aceptación de lo inverosímil. Y echo de menos que no haya la costumbre de hacer versiones literarias buenas de películas malas en las que había ideas excelentes.

VB.- ¿Y de qué "mala película" harías una buena versión literaria?

JB.- De malas películas no sé, pero estuve tentado una vez en hacer una novela a partir de la película de Agustín Villaronga El niño de la luna, que era una película fantástica y de aventuras. Creo que es una posibilidad a tener en cuenta la de hacer una adaptación literaria de una película original. Tal vez un día me anime.

VB.- Has afirmado que en nuestros tiempos "nada es más real que el ocio, que el entretenimiento, y por lo tanto nada es más comprometido con el espíritu de nuestra época que el best-seller". ¿Sigues pensando lo mismo?

JB.- Por supuesto está dicho con una punta de ironía. La tesis es ésta: somos mayorcitos y dueños cada cual de su opinión y su voto, que son sagrados en nuestro tiempo para erigir el monumento a la individualidad, a la necesidad de ser alguien que nos educa. Y si uno es dueño de su voto, es responsable de sus compras, también lo es de sus lecturas. Y si una ingente mayoría de personas opta por un título determinado -La sombra del viento, pongamos por caso- cómo vamos a oponernos a su legitimidad como producto de nuestra época por mal escrito que esté sin, a la vez, oponernos al hecho de que nos gobierne quien la mayoría ha decidido que nos gobierne. Bien: dado ese planteamiento terminaba siendo inevitable que el mercado se impusiera como regidor principal de todo, de ahí que sólo sobreviviera aquello que tuviera mercado, un lugar. Y por lo tanto, si ese es el signo de nuestro tiempo, qué literatura habrá más comprometida con ese signo inapelable que la literatura que se escribe para ser vendida, cuyos índices de calidad no los valora ninguna Institución Literaria sino precisamente el mercado, que dice cuántos ejemplares se han vendido -y cuántos más venda, más se venderán-. Así que, sí, sigo pensando exactamente lo mismo.

VB.- Pero, dejando a un lado el recurso a la amplitud del concepto "compromiso", y trayendo a colación otra pregunta clásica/tópica: ¿cómo ves tú el tema del compromiso político del escritor?

JB.- Si se tiene en cuenta que político significa todo lo que concierne a la polis, el compromiso es inevitable: no vivimos en lo alto de una montaña. Pero además es que seguramente somos producto de circunstancias políticas en todo caso, cosa de la que es imposible escapar. Otra cosa es que el compromiso político que uno adquiera sea lamentablemente anacrónico por vía sentimental o ideológica y se utilice una obra literaria como recipiente donde verter una ideología ya expresada en textos canónicos. En esos casos me temo que la literatura sale perdiendo: lo que sustenta hoy con vida novelas y poemas no es la ideología inyectada en sus huesos. El Alberti ideológico y panfletario es una anécdota, es mejor no acordarse de los poemas políticos de Neruda si quieres mantener a Neruda como gran poeta.

VB.- Vicente Luis Mora ha dicho recientemente, hablando de poesía: "¿hemos hecho algún esfuerzo los poetas por ser más amenos, sin dejar de ser exigentes? Viendo las masas que acuden a las exposiciones de arte contemporáneo, ¿no deberíamos preguntarnos dónde hemos fallado, más que dónde ha fallado el público? Parte de ese minoritarismo viene de que la poesía no ha sabido comprender que el mundo ya no es literario, sino audiovisual; icónico y no escriturario. Hay que ganar en nuestro campo a los medios de comunicación de masas, torciendo sus métodos." Lo mismo da que sea sobre poesía que sobre la literatura en general, pero: ¿qué opinas tú?

JB.- En muchas cosas suelo estar de acuerdo con las opiniones contundentes de Vicente Luis Mora, seguramente el crítico joven que más cosas razonables ha dicho. Pero en esas manifestaciones que copiáis, a ver: me parece que hay algo de trampa. ¿Deseamos para la poesía las colas de los museos? Muy bien: ahí tenéis el libro de coplas de Antonio Burgos, con sus diecisiete ediciones vendidas, colas y colas de lectores. Ahí tenéis un tomito nuevo de poemas para melancólicos firmados por Mario Benedetti, que para llevar los medios de masas a su sartén concede una entrevista al Loco de la Colina. Pero supongo que no es eso. Yo veo una de esas masas a las que Vicente se refiere en las puertas de un museo para ver -para ver qué-, no sé la pintura de Frida Kahlo, y la verdad es que lo último que se me ocurre es preguntarme en qué hemos fallado los poetas. Es como si se perdiera de vista que la poesía en el siglo XX muy raramente concitaba la atención de eso que se llama público: los libros de Salinas y Cernuda también se tiraban en ediciones que no alcanzaban los mil ejemplares. Porque la poesía ha carecido de público, precisamente, puede seguir disfrutando de cierta independencia, de cierta autonomía: porque no se debe a un mercado, porque va dirigida a unos lectores. Vicente Luis Mora, en esas manifestaciones, se disfraza un poco de Maiakovsky, aquel excelente exaltado que llegó a gritar que las paredes de la ciudad serían las hojas de los libros de poemas con el resultado que ya todos conocemos: las paredes se llenaron en efecto de versos, pero no eran poéticos -algunos hay que reconocer que sí- sino eslóganes publicitarios de empresas que anunciaban algo. Y en cuanto a si hemos hecho los poetas algún esfuerzo por resultar amenos sin ser exigentes, yo creo que es divisa de toda una generación aquella frase de Gabriel Ferrater según la cual un poema debía ser ante todo sensato y divertido. Hasta el punto, me temo, de que mucho de lo peor que se ha publicado entre nosotros hay que achacárselo precisamente a la manía de la amenidad, a la exigencia de amenidad que se ha ido poniendo de moda a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa. ¿Que qué hay que hacer para llegar al gran público? La respuesta es tan simple que casi da vergüenza decirlo: lo que hay que hacer es infiltrar poetas potentes, poetas verdaderos en grupos de música, no dejar a los cantantes que escriban esas letras pamplinosas de tantas canciones, aprender a escribir canciones y conseguir que alguien las cante aun a riesgo de que perjudique a las letras una melodía que no esté a su altura. Ahí tenéis el hip-hop: hay ahí tremendas posibilidades para hacer poesía, aunque los raperos son tan suyos que no se fían más que de lo que ellos escriben, que suele ser muy banal, muy obvio.


Amaitzeko, hemen duzue agindutako Bonillaren poemaren euskarazko itzulpena edo bertsioa, Iban Zalduak egindakoa (edo desegindakoa), eta, jakina, jatorrizko poema irakurri ahal izateko esteka, hobe izango dena beti ere. Poema honen jatorrizko izenburua "Denominación de origen: extranjero" da eta Partes de guerra liburuan aurki dezakezue (1994).

Sormarka: atzerritarra

Aberria, aberritik urrun egotea da.
Haurtzaroaren nostalgia bat
zahar sentitzen zaren gauetan, nostalgia bat
eztarriraino igotzen zaizuna
biharamun gogorretako ardo garratzaren gustua legez.

Aberria ez da estatua, aldartea baizik.
Pasioen negutegi zahar bat.
Aberria familia da: igandeetan
paella ematen duten leku hori.

Aberri bat ametsetan erabiltzen duzun hizkuntza da.
Eta eskola-patioa, zeinetatik egun batez
zeru iluneko xafla baten pean
ihes egitea erabaki baitzenuen, aurrenekoz.

Nire aberria Bertaren gorputzean datza:
nire himnoa bere auhena da; nire bandera
bere gaueko hamabietatik
goizeko zortziak arteko biluztasuna. Dutxatu ostean
lanera doa nire aberria; ni erbesteratzen naiz.

Partes de guerra, Valentzia, Pre-Textos 1994.



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Literatur inoizkari kosakoa / Казацкий литературный журнал

Moñoñotasuna, zurikeria, bertso-kitsch-laritza, biktimismo orokortua, produktu literario paketatua, euskararen kalonjeen (uler bedi: irakurle militanteen) nagusitasuna, plastidekor-idazleak, malditismo faltsuaz mozorrotutakoak, laurogeiko hamarkadaren (eta aurreko ia guztien) nostalgia... horiek guztiak gaitzesten eta gaitzetsiko ditu inoizkari honek, eta  beldurrik gabe salatuko. Akaso ez dira salagarri eta denbora galduko dugu, baina esan bezala, gogoak ematen dizkigu hala egiteko, dibertitu nahi dugu, eta dibertituko gara. Nahiz eta, funtsean,
eta inork sinesten ez gaituen arren, oso jende serioa garen.

Uxue Apaolaza, Rikardo Arregi Diaz de Heredia, Ibon Egaña, Angel Erro, Juanjo Olasagarre eta Iban Zalduak osatzen dugu kontubernio hau. Erantzunak ongi etorriak izango dira (edo ez), baina beti benetako izen-abizenez sinatuta datozen heinean, eta kolaborazioak ere onartuko ditugu.

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