¿Qué hacemos con los libros?
El Gobierno ha puesto a disposición de todos nosotros un servicio de préstamo electrónico a través de las bibliotecas municipales. Un paso más que potenciará la lectura en detrimento del formato tradicional de papel. El libro, tal como lo hemos concebido en los últimos 500 años, continúa su lenta desaparición. Los libros son cada vez más un artículo de anticuario.
En casa de mis padres --Luis Aranberri y Aurora Mendizabal, casados en 1941-- siempre hubo mucho libro. En nuestra biblioteca familiar se conjugaban dos tendencias. La de ama, lectora incansable, que arrapaba con todo y para la que no había libro malo. Ella acostumbraba a decirnos que de todos los libros se podía aprender algo. Por el contrario, aitxa era un lector selectivo, leía pocos libros y un tanto raros. Leía obras que no se compraban en librerías --como Entre la libertad y la revolución (J. A. de Agire y Lekube) o El catolicismo y la cruzada de Franco (Juan de Iturralde)-- y que luego las guardaba, o escondía, entre botellas de vino.
Amatxo era un auténtico flete para los vendedores de libros, que nos visitaban con frecuencia y nunca se iban de vacío. Aitxatxo parecía ausente todo el año pero, por Navidades, nos mandaba a las tiendas de Etxezarraga e Iraolagoitia para que compráramos todos los discos y libros en euskera publicados durante el año que vencía. Alguien puede pensar que se trataba de un gasto reservado a unos pocos con posibles, pero hasta los sesenta la producción anual vasca apenas era de media docena de discos y los libros publicados en euskera, no más de una docena. No era cuestión de dinero. Era cuestión de querer comprarlos.
Gracias a amatxo, en nuestras estanterías tuvimos a mano grandes enciclopedias de muchos volúmenes cada una, como Salvat (1944, 12 vol.), Instituto Gallach (1944, 8 vol.), Historia General de la Humanidad (1951, 8 vol.), Historia de España (1959, 8 vol.), Diccionario Literario (1959, 12 vol.) o Historia de la Literatura Vasca (Luis Michelena, 1960), así como decenas de libracos de los grandes clásicos desde Cervantes y Santa Teresa de Jesús hasta Unamuno, pasando por Jacinto Benavente, Pérez de Ayala, Valle-Inclán, Frank Slaughter, Graham Green o Lajos Zilahy. No podían faltar Los Vascos (1948), de Rodney Gallop; El País Vasco (1953), de Pío Baroja; la Monografía Histórica de Eibar (1956), de Gregorio de Mújica; o la Vida del Padre Agustín de Cardaveraz (1947), con prólogo del eibarrés Romualdo Galdós.
Amatxo era también muy "metódica" y "gramatiquera". Recuerdo que me enseñó a conjugar los verbos en castellano, aprendiendo de memoria la posición de los tiempos verbales en el libro de texto. El presente de indicativo, primero a la izquierda; el pretérito perfecto a su derecha; el imperfecto debajo del presente, luego el indefinido, el circunstancial, el pluscuamperfecto y así sucesivamente... sin olvidarse del subjuntivo y el imperativo. Aún los llevo memorizados, tal cual. Pero hablando de libros, con respecto a los relacionados con el estudio del euskera, conservo, entre otros: Conjugaciones Euskaras (1944), de Ignacio M. Echaide; Nola idatzi euskeraz? (1950), de Nemesio Etxaniz; Gramática y Morfología del Verbo Vasco (1959), de Ignacio Omaechevarria; Fonética Histórica Vasca (1961), de Luis Michelena, o Manual de Conversación Castellano-Euskera (1962), de Isaac López-Mendizabal,
Gracias a aitxatxo, conocimos los fandangos de Polentzi Gezala y las canciones de Carlos Munguía, y humildes obras como Atano III (I. Eizmendi, 1949), Andre Mari Euskalerriko mendietan (A. Emiliano, 1951), Berrio-Otxoaren bizitza (A. Goiria, 1952), Pernando plaentxiatarra (J. Etxaide, 1957), Orbelak (J. Kerexeta, 1958), Nere izena zan Plorentxi (L. Villasante, 1961), Elorri (B. Gandiaga, 1961) y algún centenar más. Aunque tampoco faltaron ediciones de mayor entidad como Urrundik (T. Monzón, 1945), Euskalerriaren Jakintza (Azkue, 1947), Arantzazu (Salbatore Mitxelena, 1949), Euskaldunak (Orixe, 1950), Bidalien Egiñak (J.Zaitegi, 1955) o Itun Zar eta Berria (E. Olabide, 1958). Mis padres nunca demostraron fervor religioso alguno pero, con trece años, yo era uno de los contados trescientos vascos que tenía misal en euskera y latín (Urte Guziko Meza Bezperak, 1949). Toda una joya emotiva que guardo con cariño. Y, además, las suscripciones que, con periodicidad diversa, nos enviaban por correo postal las editoriales Vida Vasca, Kulixka Sorta, Egan, Auspoa, Auñamendi, Ekin, Olerti, Jakin, Munibe, Eusko-folklore, etc.
Otra aportación de aitxa fue el taco del calendario de los franciscanos de Arantzazu. No sólo lo pedía para consumo interno y nos hacía leer todos los días la hoja correspondiente, sino que encargaba en la imprenta unos calendarios de “Tintorería Margola” y, antes de distribuirlos entre los clientes, pegaba personalmente un taco en cada uno de ellos. Por su parte, amatxo colgó un pequeño encerado negro en la cocina, donde apuntábamos con tiza las palabras que no entendíamos, de los textos del reverso de cada hoja diaria.
Pocas familias había en Eibar con tantos libros como en la nuestra. Cuando iba a las casas de mis amigos me parecían todas ellas como desnudas. Pero, cuando menos, había una que tenía más libros que nosotros. Era la de Juanito San Martín, en Mekola. Allí había libros apilados uno encima de otro, como si fueran rascacielos, incluso en el pasillo. Era una gozada.
Amatxo representaba el mundo liberal de la ilustración, de la literatura universal, de la curiosidad por saber, mientras que aitxatxo suponía la identidad, el sentido de pertenencia, la cosmología de lo más cercano. Recuerdo que, cuando hacia 1962 estuve interno en Oronoz (Baztan), escribía a casa por partida doble. A ama, en castellano y a aitxa, en euskera. E igualmente me contestaban ellos, cada uno por su cuenta. No es que amatxo no supiera euskera --no recuerdo haber hablado nunca en castellano con ella-- pero aitxatxo tenía ese punto de militancia euskaltzale y creo que, hace 50 años, sobraban dedos en una mano para contar el número de padres que podrían cartearse en euskera con sus hijos. La gran pena es que, en aquel momento, no era consciente del gran esfuerzo que él realizaba para escribirme aquellas cartas, y nunca pensé que mereciera conservarlas. Formaban parte de una normalidad que, luego supe, para nada era normal.
Sin duda, tanto ama como aitxa, cada uno a su manera, fueron unos fenómenos. Unos adelantados a su tiempo.
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