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Julio Verne se equivocó en 900 años

amat 2007/12/04 17:24
Es conocido el alto grado de aceleración que vive el desarrollo tecnológico desde los albores de la era industrial en general y postindustial en particular. Un ejemplo sencillo puede ayudarnos a valorar con objetividad este proceso de aceleración. Mientras que los ejércitos de los sumerios (3.000 años antes de Cristo) y las tropas carlistas del general Zumalakarregi (hace apenas siglo y medio) se movían prácticamente a la misma velocidad, es decir a la velocidad del caballo, la guerra del Golfo de 1990 se produjo poco menos que a la velocidad de la luz. Transcurrieron cinco mil años desde la aparición de los primeros carros de tracción animal hasta la invención de la máquina de vapor, y tan sólo 200 años desde el primer vehículo accionado por un motor de vapor hasta la fabricación del primer ordenador electrónico.

El desarrollo tecnológico es de tal envergadura que continuamente se producen no ya invenciones a cuál más sorprendente, sino que incluso esas mismas invenciones calificadas a menudo de "históricas" llevan camino de hacerse obsoletas en vida de las mismas personas que las hemos visto aparecer en el mercado. El factor sorpresa parece haber desaparecido y la cada vez mayor receptibilidad y capacidad de socialización de los nuevos inventos no tiene límites. Basta recordar que, en el último siglo, el teléfono necesitó 75 años desde su invención hasta su implantación global, la televisión apenas cuarenta, el cable treinta, el PC veinte y el vídeo algo más de diez años. A este paso vamos a conocer desarrollos tecnológicos de muy reciente invención que en cuestión de pocos años van a quedar superados. Tal puede ser, por ejemplo, el caso de la propia cinta de vídeo, que salió al mercado a finales de los setenta y, apenas veinte años más tarde, era ya una antigualla plenamente sustituida por el disco digital, que a su vez ya vislumbra su futuro amenazado por las memorias holográficas y otros soportes.

Precisamente, lo que más sorprende de todo este cúmulo de continuas invenciones y desarrollos tecnológicos no es tanto el hecho de llegar a imaginarlos, sino la velocidad de su resolución práctica. Si nos referimos por ejemplo a Julio Verne, si ya es sorprendente que el escritor francés imaginara con antelación ingenios mecánicos que luego han llegado a ser realidad, tanto o más sorprendente es que algunas de las previsiones de Verne se hayan adelantado nada menos que mil años a sus vaticinios.

La aportación de Verne supuso sugerencias innovadoras y convincentes en cuanto a las aplicaciones de las nuevas tecnologías, y es evidente su aguda intuición sobre las posibilidades de la ciencia. Efectivamente, había que ser un genio para imaginar a finales del siglo XIX la ciudad del futuro, con diez millones de habitantes, rascacielos de 300 metros, pleno dominio de la energía eléctrica, espacios climatizados, aceras mecánicas, comunicación telefónica, fax, tertulias radiofónicas, periódicos electrónicos a domicilio, retransmisión de noticiarios televisivos, aparatos domésticos de grabación y contabilidad por ordenador, además del tráfico aéreo normalizado, navegación submarina, aplicación del aluminio en la aeronáutica etc. Todo ello es sorprendente y hasta increíble en la mente de una persona, no precisamente de formación científica, en la segunda mitad del siglo XIX. Pero siendo todo ello cierto y digno de encomio, lo que nadie dice es que ese panorama imaginario Julio Verne lo predijo para el año 2.889, para casi mil años después de su muerte.

Los avances de los últimos años han demostrado que Julio Verne se adelantó certeramente en muchas de sus previsiones, que su capacidad de anticipación fue inusitada, pero que su imaginación, por mucho que fuera rebosante de ideas y propuestas, fue incapaz de concebir que todo aquello que él llegó a soñar iba a producirse en menos de cien años.

Julio Verne imaginó como nadie las nuevas tecnologías que iban a llegar, pero lo que nunca pudo imaginar fue el extraordinario proceso de aceleración en el que se iba a ver inmersa la sociedad del futuro. Imaginó el futuro pero se equivocó en 900 años. Sabía lo que iba a venir, al menos acertó, pero creyó que todo sería mucho más lento. Al final va a resultar que lo que realmente sorprende de la ciencia del siglo XX no es tanto el desarrollo tecnológico alcanzado, cuanto la velocidad en la que se ha producido.

Según Arthur C. Clarke, autor en 1968 de la famosa novela de ciencia-ficción, 2001. Una odisea espacial, "nunca podrá existir otro Jules Verne, pues nació en un momento irrepetible de la historia. Creció en los años en que la máquina de vapor estaba cambiando el mundo material y los descubrimientos científicos el mundo de la mente". Esta opinión cobra mayor valor en boca de Clarke, tanto más cuando nunca se llegó a producir la odisea espacial que él predijo, no al menos en el año 2001. Ni... después. Pero ésta es otra historia.

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