Racismo civilizador
Es paradógico que mientras en la sociedad del desarrollo, cada vez más preocupada por la pérdida de la diversidad, aumenta día a día la conciencia ecológica, la preocupación por el medio ambiente y la sensibilidad por la protección de las especies animales en vías de extinción, sigan produciéndose pruebas de insolidaridad humana, desinterés cultural y despreocupación por la continua pérdida de grupos étnicos diferenciados. Diversas ONGs llevan tiempo recogiendo datos significativos sobre la situación de más de 250 millones de personas pertenecientes a pueblos indígenas en riesgo de desaparición por aniquilamiento cultural, deforestación, degradación ambiental, proyectos mineros y masificación del turismo, fuera aparte de los conflictos de orden político.
A través de los medios de comunicación sabemos que en Europa apenas quedan varios miles de osos, que en África agoniza el rinoceronte y que en Asia el tigre de Bengala está en las últimas. Lo que nadie nos cuenta es que en el mundo hay un centenar de pueblos indígenas a puntos de extinguirse y que una veintena de ellos cuenta ya con menos de 50.000 paisanos. Alguien podrá decir que es una pena que desaparezcan determinadas formas de vida, pero que es consecuencia irremediable del progreso de la humanidad y que, si bien mueren las viejas costumbres, prevalecen sin embargo las personas. Es decir, si desaparecieran los orangutanes ya no habría nunca más orangutanes, pero si los 25.000 apaches que existen dejan de ser apaches para convertirse en tejanos pues... nadie muere ni desaparece, simplemente evolucionan.
La sociedad australiana de principios del siglo XX, no sabiendo cómo integrar a los aborígenes en la cultura anglosajona, no tuvo mejor idea que sacar a los niños indígenas de su propio entorno natural e integrarlos en familias blancas para que, primero, perdieran su lengua y cultura, luego su sentido de pertenencia y, finalmente, en dos o tres generaciones, desaparecieran bien por muerte natural o bien por un inevitable proceso de blanqueo en la medida que algunos pocos pudieran llegar a casarse con jóvenes anglosajones. Es decir, toda una estrategia de asimilación étnica que, en su momento, contó con las bendiciones del gobierno, la iglesia anglicana y la intelectualidad oficial.
La cuestión es, sin embargo, más compleja. Por de pronto, considerar a los pueblos indígenas como culturas atrasadas y condenadas por el progreso de la humanidad a su desaparición irremisible a no ser que se integren en la sociedad dominante y en posesión de la verdad, o sea, en la nuestra, es cuando menos un acto de petulancia de nuevos ricos y analfabetos funcionales, que nos retrotrae al siglo XVIII. Por otra parte, el hecho de que por perder su propia cultura las personas no mueran físicamente no significa que no malvivan en situaciones poco menos que infrahumanas. A los pieles rojas su Gobierno les asegura los mínimos existenciales, siempre que permanezcan en reservas. Zoológicos humanos.
Cuando a los Inuit se les prohíbe cazar ballenas, no sólo se les impide seguir con su modo de vida, sino que se les niega tanto la profesión de cazador como sus ingresos naturales, al tiempo que se les condena a vivir desempleados y a gastar el subsidio de paro consumiendo hamburguesas y bollería en los supermercados de los blancos. Consecuentemente, pierden su rol social, su razón de ser y su sentido de pertenencia, al tiempo que acrecientan el riesgo de terminar alcoholizados y con la autoestima por los suelos. Eso sí, sus civilizados benefactores siempre podrán decir que los esquimales no pueden tener quejas de la asistencia hospitalaria que se les ofrece y que, además, si aprenden inglés, acceden a un mundo cultural más enriquecedor, lo cual, encima, ni lo agradecen. Vivan las ballenas, mueran los esquimales. Total, para lo que sirven.
En Tanzania, a los fieros guerreros Masai se les están arrebatando sus tierras con el ecológico y naturista propósito de ampliar las reservas animales. La elección tiene su lógica: las especies animales hay que preservarlas para que no se extingan, mientras que las personas pueden adecuarse aunque sus culturas originales desaparezcan. En nombre de la civilización, es el triunfo de la fauna frente a la cultura. Y esto es simplemente racismo, aunque lo practique el llamado progreso en su pretendido afán civilizador.