Ni naiz... ni ez naiz
En junio de 1955, con apenas 9 nueve años de edad, me llevaron por primera vez a Vitoria (Gasteiz) para examinarme de Ingreso de Bachiller. Recuerdo que el viaje se me hizo eterno. Además de salir de Eibar para arriesgar el esfuerzo de todo un año en un sólo examen oral, suponía coger el tren de las seis, hacer transbordo en Maltzaga, ascender cansinamente por Salinas de Leniz (Leintz Gatzaga), adentrarse por la llanada y llegar a una ciudad lejana y extraña. Cuando entramos en el edificio del instituto, actual sede del Parlamento Vasco, no podía imaginarme que me iba a encontrar con unas circunstancias bastante menos exóticas que las que yo esperaba.
Por de pronto, para mi sorpresa, en el encerado negro que presidía la gigantesca aula, aparecían escritas las conjugaciones completas de los presentes de indicativo del verbo ser en latín, ego sum; español, yo soy; francés, je suis; inglés, I am; y euskera, ni naiz. No es fácil explicar la emoción que aquel NI NAIZ generó en mí, pero no creo que nunca antes me había percatado tan sencilla, súbita y rotundamente de mi sentimiento de pertenencia. Por si fuera poco, el profesor que me examinó resultó ser el patriarca alavés Odón Apraiz (catedrático en el instituto de Eibar anterior a 1936), quien advirtió mi escasa fluidez en castellano y me ayudó en otra lengua que, por entonces, no tenía rango ecadémico, pero que me resultaba mucho más propia y familiar.
Un par de años más tarde, varios amigotes nos adentramos en un garaje privado de la carretera a Arrate, con la granuja idea de afanar una motocicleta BH y echar unas vueltas de gorra. Terminada la aventura, éra yo el último en salir cuando percibí que una mano me agarraba del pescuezo y otra amenazaba con aterrizar sobre mi cara, al tiempo que el viejo Hilario Unzeta Arikitxa (con calle actual en Eibar), gritaba: ¡Sinbergüensas¡. En una décima de segundo, mi instinto de conservación me llevó a decir: NI EZ NAIZ IZAN¡. Aquellas mentirosas palabras en euskera tuvieron la virtud no sólo de evitar el tortazo sino, incluso, de amansar a la fiera, hasta el extremo que el anciano, convencido en su fuero un interno de que un chaval euskaldun --y por tanto correcto y bien educado-- no podía mentir, me creyó a pies puntillas y añadió: Barkatu, uste izan juat.... Si con el NI NAIZ de Vitoria me reconocí perteneciente al universo del euskera, con el NI EZ NAIZ del garaje de Arikitxa descubrí su poder intrínseco de persuasión.
Se me ocurren estas dos anécdotas infantiles ahora que, en determinados cenáculos intelectuales, se discute si el euskera es o no más que una lengua. Podría contar otras muchas anécdotas, como cuando, de veraneante pudiente en Zarautz, mis compañeros de Madrid y Zaragoza se empeñaban en que fuera yo quien se acercara a la puerta de los caseríos a comprar sidra, porque me la vendían a una peseta más barata que a ellos, y podría seguir por las numerosas reacciones de simpatía y admiración grupal que mi padre industrial eibarrés-euskaldun-urbano-adinerado suscitaba en los años sesenta en sus recorridos por Bizkaia y Gipuzkoa. Pero me limito a las de los años cincuenta, habida cuenta de que no falta quien dice que eso de que el euskera es para los euskaldunes algo más que una lengua, no es más que una formulación nacionalista, acuñada a partir de los años sesenta. Dudo que tuviera yo por entonces concepciones políticas, aunque debo admitir que en mi casa disponía ya de una de las mejores bibliotecas familiares sobre temas del país. Leer mucho siempre ha sido un poco subversivo.
Con todo, no son nada desdeñables al respecto las investigaciones historiográficas de los Xabier Alberdi y Carlos Rilova quienes, a partir de documentos del Archivo Municipal de Hondarribia, no sólo han aportado datos inéditos sobre la utilización del euskera en la Edad Moderna, sino que apuntan de manera convincente hacia el contenido ideológico de la lengua a finales del XVII, su sentido diferencial, su apreciación como algo más que una forma de comunicación y su valoración como seña de identidad política.
Sin ánimo de erigirme ni en sabio ni en frívolo, personalmente creo que algo de todo eso se encontraba ya en el Kontrapas (Burdeos, 1545) de Etxepare e, incluso, en los Discursos de las Antigüedades de la Lengua Cántabra (México, 1607) de Baltasar de Echave. Como se sabe, a Etxepare se le suponen tórridos y apasionados amoríos, pero nunca nadie le acusó de veleidades políticas y, mucho menos, de que fuera nacionalista. En cuanto a Echave, sus excelencias a favor del vascuence y de la nación bascongada se las dedicó servilmente al Conde de Lemos y Andrade, de la Cámara de su Magestad (con g) y presidente de su Real Consejo de Indias.