Idoia y Antonio en 1987
Mirando desde los 46 años hacia los 23 con que comencé a dar clases y hacia los años anteriores a los 23, me parece que el trabajo pudo suponer un revulsivo para corregir el modo de vida y el carácter blando, amorfo y desordenado que me constituía entonces y desgraciadamente continúa caracterizándome; espero que el esfuerzo que para superarlo pienso realizar tras jubilarme resulte exitoso y definitivo.
Antes de dedicarme a la enseñanza había realizado varias tareas breves y pasajeras, pero empleos remunerados no tuve más que cuatro, que enumero en orden cronológico: ayudante en la tienda de mi madre y de mi abuela, Novedades Peluaga, en Irún; sirviente en un caserío de Tolosa; a mi tercer trabajo no sé cómo se le llama en castellano y tampoco sé dónde buscarlo: consistía en fregar no la vajilla y la cubertería, sino grandes perolas, en la British Gas, en Londres; y, en cuarto lugar, uno de esos trabajos que finalizan al acabar la concreta labor encomendada, en el South Kensington Hotel, también en Londres: se trataba de bajar todos los objetos (camas, televisores, muebles, pero también la moqueta, una vez despegada y enrollada) de ciertos pisos del hotel a los pisos inmediatamente inferiores, para poder limpiar a fondo el piso vaciado, tras lo cual volvíamos a subir las cosas y colocarlas en su debido sitio.
En contraste con esos cuatro modestos trabajos el de docente supuso un cambio radical en mi vida. En mis clases enseguida se puso de manifiesto un defecto que todavía me atosiga: mi falta de autoridad, mi incapacidad para imponer un clima adecuado para transmitir con efectividad los contenidos del programa. Recuerdo claramente una escena de aquel primer año, una clase por la tarde (la recuerdo porque pensé: esto he de recordarlo y contarlo, es importante): unos alumnos se peleaban lanzándose a la cabeza sillas, gritando, zarandeándose y estrangulándose encima de las mesas, que iban cayendo cerca de donde yo estaba, pegado a la pizarra, de pie; en medio del aula otros alumnos hacían una fogata con los apuntes y ejercicios que les acababa de entregar; desde la pared de atrás un radiocasete despedía un ruido infernal (con mi consentimiento, pues el delegado, al comienzo del curso, me pidió permiso para poner música de fondo, para que las clases fueran más llevaderas, y yo había accedido; poco a poco fue quedando claro que la música y el volumen los elegían siempre ellos, y el día que recuerdo era ya demasiado tarde para pretender corregir nada).
Era un centro de los llamados conflictivos. El primer día, recién llegado, la jefa de estudios, Elena, me instruía en su despacho, cuando entró una alumna con las muñecas vendadas. Elena le dijo con naturalidad y en tono amistoso: “Vaya manía que os ha dado de intentar suicidaros”. Ante mi sorpresa, y después de que la alumna, Idoia, gallega, se marchara, Elena me explicó que el año anterior una amiga de Idoia se había suicidado con éxito. En nuestro Instituto teníamos unos cuantos alumnos gallegos que un cura había sacado de un Reformatorio y acogido en su casa, en Rentería; les habían asignado nuestro centro. Al parecer, habían intimado con unos gitanos que vendían heroína; éstos les encargaron a Idoia y sus compañeros de piso la venta de una notable cantidad, pero los gallegos, en lugar de venderla, se la habían ido metiendo por la vena, de modo que los camellos les amenazaban violentamente y les habían propinado unas cuantas palizas, con la esperanza de recuperar el dinero. Según Elena, la incapacidad de soportar la presión habría lanzado a Idoia al intento y a su amiga al suicidio.
Yo había tenido unos cuantos profesores libertarios, tanto en el Instituto de Fuenterrabía como en la carrera, en Zorroaga; eran los que más me llamaban la atención y los que ya como profesor imitaba aun sin proponérmelo, lo cual aquel primer año me llevó a menudo al ridículo, como aquella vez en que, durante la primera reunión que en cuanto tutor me correspondía con los padres, y ante el pasmo de un honesto y meticuloso profesor de Matemáticas, Antonio, que me acompañaba en calidad de fogueado consejero, me puse a preguntarme a mí mismo en voz alta ante los padres por qué se supone que mis palabras son, en el aula o en cualquier otro lugar, jerárquicamente más valiosas que las de sus hijos, qué derecho tengo a acallar a nadie para imponerle mi discurso, quién me habré creído que soy para reprimir a nuestra juventud, que tantas vivencias interesantes tiene que transmitirnos; y que lo importante no es estudiar sino vivir, y la escuela a fin de cuentas es parte principal del sistema carcelario que define nuestra sociedad. Un padre balbuceó frases raras, estaba borracho. (Unos días más tarde en clase su hija se puso en pie repentinamente, abrió la ventana y vomitó. El vómito, bastante sólido, se quedó sobre el alféizar.)
Después de la reunión Antonio me recomendó, con toda la razón, que en las siguientes charlas me limitara a insistir a los padres en que sus hijos debían estudiar mucho para poder aprobar, que les vigilaran para que hicieran los deberes, un título les vendría bien en la vida pero para conseguirlo era necesaria cierta disciplina tanto en casa como en la escuela…
Antonio tenía experiencia pero era de los pocos que no se había doblegado. Se negaba por ejemplo a trapichear con la verdad, aunque fuera ante la Delegación de Educación. Me confesó que esa misma intransigencia le había acarreado varias separaciones.
Llevaba diecisiete años trabajando en la enseñanza y nunca había dejado de ir al centro: ni enfermedad leve ni problemas de tráfico ni nada. Ni una sola falta de asistencia en diecisiete años. Durante aquel para mí primer año de profesor, una mañana el despertador no le sonó. En el justificante escribió: “No he llegado a primera hora porque se me ha estropeado el despertador”. En la Delegación lo rechazaron, le pidieron que lo sustituyese por “enfermedad leve” o “problemas con el tráfico”, circunstancias ambas oficialmente aceptadas como justificadoras de una falta de asistencia. Mariano se negó, simplemente porque no se correspondían con la verdad. En general, se negaba a transigir con el difuso cinismo que la burocracia alienta. Yo me instalé en él ya durante aquel primer curso, pero cuando me jubile trataré de contactar de nuevo con Mariano.
I dont know why but in my mine has become "Reality bites" with Winona Ryder.Women live more than men in retirement, perharps will be better to see Idoia. Erakargarria kontakizuna.