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Saber o no saber, ésa es la cuestión

Amatiño 2016/11/19 00:05
Se da por hecho y sabido que, a lo largo de la historia, la ciencia ha venido sustituyendo a la religión como medio o instrumento para llegar a comprender el mundo. No se trata de poner en duda la función de la religión a la hora de buscar interpretaciones para la propia existencia, sino de reconocer que la ciencia busca y encuentra cada vez más respuestas a los grandes misterios de la vida.

Pero no todos los pasos de la religión a la ciencia se producen de idéntica forma. Hay quien cree necesario tener que abandonar la religión para abrazar el razonamiento científico. Hay quien sabe conciliar ambas disciplinas, bien porque las considera complementarias, paralelas o, simplemente, no antagónicas. Y hay también quien, a pesar de renegar de la religión, no llega a alcanzar la orilla de la ciencia por perderse durante el trasiego en los vericuetos de las credulidades, en la magnificación de la anécdota y en la ausencia del más mínimo método científico.

No deja de ser curioso que, al tiempo que nos dirigimos aparentemente a un modelo de sociedad cada vez más escéptico y de mayor desarrollo científico, aumente la credulidad en amplios sectores de la sociedad, entre los que se da cabida, sin ningún juicio crítico, a todo un mundo de chamanismos, espiritismos y fuerzas ocultas portadoras de presagios, visiones y alucinaciones.

En una sociedad cada vez más superficial y frivolona, se acomoda con extrema facilidad lo que se ha dado en llamar “falacia de la evidencia incompleta”. Una forma de operar que ya tiene nomenclatura propia en las redes sociales pero que, conceptualmente, es tan vieja como la propia humanidad. Un pseudométodo para “sasitrabajar” al que ya se refirió el escritor y vascólogo Julio de Urquijo (Deusto, 1871 – Donostia, 1950), académico de Euskaltzaindia, cuando denunció la excesiva tentación de muchos de los investigadores de su época, de hacer acopio de las razones que les conducían a fortalecer sus opiniones previas, al tiempo que desechaban sin rubor aquellos argumentos que podían poner en duda sus presupuestos iniciales. No buscaban la verdad. Tan solo se atribuían cuanto les interesaba y cerraban los ojos, como si no existiera, ante lo que no les convenía.

Esta falacia de evidencia incompleta no se da, por tanto, solo por desconocimiento manifiesto, credulidad ingenua o frivolidad posmoderna, sino incluso por motivaciones ideológicas interesadas de supuestos intelectuales. Quien fue rector (2004-2008) de Euskal Herriko Unibertsitatea-Universidad del País Vasco, Juan Ignacio Pérez Iglesias, desde su posición actual de coordinador de la Cátedra de Cultura Científica, no ha tenido empacho en denunciar que “hay sectores sociales que por ideología mantienen espacios de irracionalidad”. Y en este caso concreto, sin que sirva de precedente, mira más a la izquierda que a la derecha.

Vivimos en una sociedad en la que se da por hecho que la democracia consiste en que todas las opiniones son igualmente defendibles, tanto si se trata de política, de religión o de gastronomía, como de ciencia exacta. Un modelo de sociedad populista que desdeña el conocimiento, y en el que todo el mundo se siente autorizado para opinar libremente de todo, aunque no tenga ni pajotera idea de lo que está diciendo. Ni la menor intención de informarse cuando llegue a casa.

Se cuenta que, en torno a una mesa de debate en la que participaba, entre otros, el científico Pedro Miguel Etxenike, como fuere que tras muchas exposiciones contrapuestas no parecía haber acuerdo, alguno de los presentes quiso concluir en tono conciliador:

Bueno, dejémoslo sin más, todo es discutible, todo es opinable. Es cuestión de criterio.

A lo que el catedrático de Física de la Materia Condensada y presidente de Donostia International Physics Center añadió:

No, no. No es cuestión de criterio. Es cuestión de conocimiento.

EIBAR aldizkaria. 134. alea


jaime
jaime dio:
2016/11/20 18:37
Tras décadas de “cultura” teledirigida (y digerida), los seres humanos de medianas luces son (somos) el origen de lo que se podría denominar “La era de la mediocridad”.
Todos entendemos de todo, no teniendo el menor empacho en pontificar y dogmatizar sobre temas que no dominamos en absoluto. Prueba de ello es que se han resentido frecuentemente, en sentido negativo, las artes tales como: la pintura, la escultura, la música o la literatura.
Hoy día debemos soportar “esculturas” que harían las delicias de un chatarrero; “obras” pictóricas que a pesar de exhibirse en las más importantes galerías, provocarían el rechazo y la indignación de los grandes maestros del pasado; aires musicales vulgares complementados habitualmente con letras totalmente ramplonas; en literatura tenemos muchos best-sellers que no aportan absolutamente nada al deleite y progreso del espíritu.
Mirando hacia la izquierda, se detecta una encomiable corriente de “democratización” de ámbitos reservados a los auténticos artistas o a los genios. Ello conlleva que mucha gente crea que puede acceder a las esferas del espíritu que la madre Naturaleza, sin ningún sentido democrático, reservó para unos pocos elegidos. ¡y esta es la fuente de la mediocridad!
El refrán popular suele sentenciar muy sabiamente: ¡ZAPATERO A TUS ZAPATOS!
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